El Origen de la Vida

El origen de la vida, escribió Louis Pasteur poco después de publicar sus trabajos sobre la generación espontánea, no es un asunto religioso o filosófico... es una cuestión de hechos, de pruebas, de evidencias". Desgraciadamente, cuando nos acercamos al problema de la aparición de la vida, el principal obstáculo es precisamente el de la ausencia de evidencias directas. Se calcula que surgió hace unos 4.000 millones de años, pero el tiempo ha sido implacable: no sólo carecemos de fósiles de las estructuras que precedieron a las primeras células, sino que ni siquiera disponemos de sedimentos que permitan reconstruir las condiciones ambientales que existían en la Tierra primitiva.

Si bien es cierto que en nuestros días el estudio del origen de la vida se ha transformado en una pregunta científica legítima, nunca podremos saber con precisión cómo aparecieron los primeros organismos. Como ocurre con frecuencia en biología evolutiva, a lo más que podemos aspirar es a desarrollar una propuesta compatible, en la medida de lo posible, con las propiedades de las estructuras y procesos básicos de los organismos y con las evidencias, aunque sean parciales, sobre las condiciones ambientales de la Tierra primitiva. Pero ¿cómo elegir entre las hipótesis y teorías que pretenden explicar la aparición de los primeros organismos?

Aunque se suele creer que los experimentos de Pasteur paralizaron durante casi cien años la investigación sobre el origen de la vida, basta asomarse a las publicaciones de finales del siglo XIX y principios del XX para darse cuenta de que se trata de una apreciación del todo inexacta. Los trabajos de Pasteur, cuya oposición a las ideas de Darwin es bien conocida, fueron seguidos por multitud de explicaciones sobre la aparición de la vida que incluían, por ejemplo, la llegada a nuestro planeta de organismos extraterrestres que viajaban a bordo de meteoritos; el surgimiento espontáneo de macromoléculas con capacidades replicativas y catalíticas, como lo sugirieron primero Leonard T. Troland y luego Hermann J. Muller; la formación de derivados del azufre y el ácido cianhídrico como precursores de células foto-sintéticas, como propuso el mexicano Alfonso L. Herrera; o la aparición de bacterias heterótrofas incapaces de sintetizar sus propios alimentos que se nutrían de la misma sopa primitiva de donde se habían formado, como lo sugirieron independiente pero simultáneamente el bioquímico ruso Alexandr I. Oparin y el genetista inglés John B. S. Haldane.

La teoría de la sopa primordial fue propuesta ya en 1923
De estas explicaciones, la más fructífera ha sido la sugerida por Oparin. Buen conocedor no sólo de la bioquímica de su tiempo, sino también de las premisas y la metodología de los darwinistas, el ruso analizó en forma crítica e integrativa la información proveniente de áreas tan dispares como la astronomía, la química orgánica, la microbiología y la geología, llegando a la conclusión de que los primeros organismos habían sido precedidos por la formación de compuestos orgánicos, cuya acumulación en un medio pobre en oxígeno libre dio lugar a una sopa primordial. Así, contra la opinión de casi todos sus contemporáneos, Oparin propuso que las moléculas orgánicas presentes en la hidrosfera primitiva habían dado origen y sustento a las primeras células, es decir, que la vida era originalmente heterótrofa y anaerobia.

Inserto en el contexto de la extraordinaria apertura cultural y científica que se desarrolló en los primeros tiempos de la sociedad soviética, Oparin dio a conocer sus ideas a finales de 1923 al publicar un pequeño libro titulado El origen de la vida. Aunque esta obra alcanzó una gran difusión en la URSS, no fue conocida en el resto del mundo hasta 1967, cuando se publicó la traducción inglesa que Ann Synge, la sobrina de Virginia Woolf, preparó a instancias de John D. Bernal. El valor histórico del primer libro de Oparin es innegable, pero en rigor no fue sino el preámbulo a su obra más depurada, publicada en 1936 en Moscú bajo el mismo título, que pronto fue traducido al inglés. Opa¬rin incluyó en este segundo volumen una extensa revisión crítica de todas las evidencias teóricas, experimentales y observacionales que apoyaban su hipótesis de la sopa primordial y del origen heterótrofo de los organismos primigenios. Siguiendo las ideas en boga sobre la naturaleza del protoplasma (que no reconocían aún el papel que juega el ADN en los procesos hereditarios), Oparin sugirió que los primeros seres vivos habían sido precedidos por sistemas precelulares microscópicos, cuya evolución gradual habría dado origen a las primeras bacterias.

En 1952 Harold C. Urey, un distinguido químico estadounidense que había obtenido el premio Nobel por su descubrimiento del agua pesada (deute-rio), propuso un modelo de la atmósfera primitiva en donde, al igual que Oparin, sugería que el medio ambiente prebiótico había sido reductor, es decir, carecía de oxígeno libre y era rico en gases como el metano (CEU) y el amoniaco (NHs). Entre quienes escucharon a Urey el día en que presentó sus resultados en el Departamento de Química de la Universidad de Chicago se encontraba Stanley L. Miller, un estudiante de posgrado que le propuso el estudio experimental de las condiciones de la Tierra primitiva para tratar de estudiar la química prebiótica.

Urey no estaba muy entusiasmado con la propuesta, pero al final aceptó. La sorpresa fue mayúscula: cuando Miller publicó un año más tarde los resultados de su experimento, quedó claro que la acción de descargas eléctricas sobre una mezcla de metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua -simulando la acción de rayos en la Tierra primitiva- daba lugar a la formación de aminoácidos, hidroxiácidos, urea y otros compuestos de importancia bioquímica. Visto en perspectiva, la cosecha científica de 1953 fue extraordinaria: en ese mismo año J. D. Watson y F. H. Crick propusieron el modelo de doble hélice del ADN, Frederick Sanger y sus colaboradores secuenciaron por primera vez una proteína y Miller fundó de golpe el estudio experimental de la química prebiótica y el origen de la vida. Pocos años más tarde el español Joan Oró demostró la facilidad con la que el ácido cianhídrico (HCN), una molécula sencilla de sólo tres átomos que no sólo se encuentra en los cometas yen e' medio interestelar, sino que también se produce en abundancia en experimentos como el de Millar, se podía condensar fácilmente para dar origen a la adenina, uno de los componentes esenciales de los ácidos nucleicos.

Adenina y guanina a partir de la condensación del acida cianhídrico
La disponibilidad de técnicas analíticas cada vez más refinadas ha confirmado los resultados de algunos de los primeros experimentos de síntesis prebiótica, además de ampliar las conclusiones iniciales. Según informaron Levy Miller y Oró, la condensación del HCN da lugar no sólo a la adenina, sino también a la guanina, igualmente presente en todos los organismos contemporáneos. Por otro lado, el desarrollo de modelos de ambientes primitivos cada vez más sofisticados ha permitido reconocer, por ejemplo, el papel de las superficies químicamente activas, como las arcillas. Como han demostrado James P. Ferris, Leslie Orgel y otros, arcillas como la montmorillonita permiten la condensación de monómeros, catalizando la formación de cadenas más grandes de aminoácidos. Al mismo tiempo, el uso de precursores simples como el cianoacetaldehído y la urea en soluciones acuosas que se evaporan simulando charcos de la Tierra primitiva ha permitido la síntesis de pirimidinas como la citosina y el uracilo, dos componentes de los ácidos nucleicos cuyo origen, hasta hace pocos años, parecía estar envuelto en el misterio.

Los resultados de las síntesis prebióticas se han visto confirmados en parte con el análisis de algunos meteoritos. En 1969 cayó en Murchison, Australia, un meteorito de 4.600 millones de años, un auténtico regalo del cielo y un fósil de la historia química del Sistema Solar primitivo. Entonces la NASA disponía de la infraestructura para analizar con enorme cuidado y precisión las muestras lunares, y el estudio del Murchison reveló que poseía no sólo aminoácidos proteínicos y no-proteínicos -las bases nitrogenadas que vemos en los ácidos nucleicos o sus derivados-, sino también ácidos carboxílicos, alcoholes y otros compuestos orgánicos. A pesar de los interrogantes que quedan, todo apoya la hipótesis de la formación de la vida en una sopa primordial. La cuestión ahora es: ¿cómo se dio la transición entre ese caldo primigenio y las primeras células dotadas de ácidos nucleicos y proteínas?

Algunos investigadores como Stuart A. Kauffman han tratado de resolver esta cuestión con modelos matemáticos basados en las ideas de complejidad y de autoorganización, ahora tan de moda entre los físicos (ver artículo sobre vida artificial en este mismo número). Los biólogos y los químicos, por el contrario, se inclinan por explicaciones basadas en las propiedades de polímeros dotados simultáneamente de cualidades enzimáticas y replicativas. Esta es una idea con una genealogía venerable: a finales de la década de los sesenta, Cari R. Woese, Leslie E. Orgel y Francis Crick sugirieron de manera independiente que el ARN (ácido ribonucleico), que hasta entonces parecía ser un mero intermediario en la síntesis de proteínas, no sólo podía almacenar información genética, sino que tal vez podía también tener actividad catalítica. Ello los llevó a proponer que las primeras formas de vida pudieran haber dependido de este ácido nucleico, resolviendo así 71 conflicto entre quienes favorecían la r rimada del ADN (ácido desoxirribo-nucleico) sobre las proteínas o viceversa.

El ARN: sueño para los biólogos y pesadilla para los químicos
El descubrimiento de las ribozimas, es decir, de moléculas catalíticas de ARN, ha fortalecido esta posibilidad y llevó a la formulación de lo que Walter 3ilbert bautizó como el mundo del ARN, es decir, una etapa primordial en la que este ácido nucleico era el actor rruicipal en los procesos metabólicos y roductivos de los primeros sistemas vivos. El descubrimiento del extraordinario potencial catalítico del ARN n: s obliga a revisar con una óptica distinta las ideas de Troland y Muller sobre ú rapel de los polímeros autocatalíticos y replicativos en la aparición de la vida, pero a decir verdad carecemos de una buena explicación sobre el origen del ARN, un polímero frágil cuya síntesis y acumulación en la Tierra primitiva se antoja casi imposible. Como escribieron hace pocos años Joyce y Orgel, el ARN es, simultáneamente, el sueño de los biólogos moleculares y la pesadilla de los químicos prebióticos. ¿El ARN fue precedido por otro polímero más sencillo? ¿El mundo del ARN fue el descendiente evolutivo de sistemas aun más antiguos y simples, formados por macromoléculas genéticas cuya naturaleza química desconocemos? Aunque los análisis químicos del Murchison y otros meteoritos parecen apoyar la posibilidad de un medio ambiente reductor como el sugerido por Oparin y Urey, la posibilidad de que la atmósfera primitiva fuera rica en CO2 (es decir, neutra) ha ganado un número nada desdeñable de adeptos, sobre todo entre los geofísicos y los planetólogos. Esta alternativa, sin embargo, plantea un problema importante: mientras menos reductoras sean las mezclas gaseosas utilizadas para simular la atmósfera primitiva, menor es la cantidad de compuestos orgánicos producidos y menos diversos la gama de productos obtenidos. Para algunos investigadores la respuesta a este dilema es simple: si las condiciones de la Tierra primitiva no fueron suficientemente reductoras, entonces la vida surgió gracias a compuestos orgánicos extraterrestres llegados del espacio exterior.

En realidad, la posibilidad de que material extraterrestre hubiera participado en el origen y la evolución temprana de la vida había sido sugerida ya en 1918, cuando Thomas Chamberlin y su hijo Rollin, dos geólogos estadounidenses, propusieron que los choques de meteoritos habían depositado moléculas orgánicas sobre la Tierra primitiva. Pero los Chamberlin creían que los primeros organismos eran autótrofos, es decir, capaces de alimentarse por sí mismos, con lo cual el aporte de los compuestos extraterrestres venía a jugar un papel secundario y su hipótesis quedó sepultada entre las páginas de las revistas de investigación.

En 1961, sin embargo, Joan Oró propuso por su parte que los cometas habían traído a la Tierra compuestos orgánicos. Estimulados por los resultados de la exploración del Sistema Solar, que han demostrado la importancia que las colisiones han tenido en la superficie de planetas y satélites, Christopher Chyba y el recientemente fallecido Cari Sagas revivieron estas ideas y ahora son bastantes los que creen que en realidad la sopa primordial no se cocinó en la superficie de la Tierra sino que se formó en el espacio exterior.

El reconocimiento del aporte extraterrestre al origen de la vida, junto con la discusión sobre los supuestos micro-fósiles que se detectaron hace unos años en el meteorito marciano ALH84001, que se recuperó en la Antártida, ha llevado a algunos a sugerir que la vida terrestre es, en realidad, de origen marciano. Tal vez haya quien encuentre atractiva esta idea, pero salta a la vista que no resuelve la pregunta sobre la aparición de la vida: simplemente la traslada a nuestro planeta vecino. En 1977 se descubrió la existencia de chimeneas volcánicas ubicadas en los sitios donde ocurre la subducción de las placas tectónicas oceánicas. Algunas de estas fuentes submarinas liberan agua a temperaturas cercanas a los 300°C, que sale acompañada de emisiones de gases como hidrógeno, ácido sulfhídrico, dióxido de carbono, metano, amoniaco, ácido cianhídrico y otros compuestos más de los que se usan en experimentos de síntesis prebiótica. En 1981 John B. Corliss, un microbiólogo que había participado en la expedición y que encontró microbios extremófilos viviendo a expensas de las chimeneas, propuso junto con John A. Baross y Sarah Hoffman que la vida se había originado en estos ambientes.

La teoría de las chimeneas bajo el mar se derrumba por momentos
Hasta hace un par de años esta posibilidad parecía apoyada por árboles filo-genéticos que según algunos, indicaban no sólo la antigüedad de los extremó-filos hallados sino también el carácter termofílico del último ancestro común a todos los organismos contemporáneos (ver artículo sobre extremófilos en este mismo número). Sin embargo, la hipótesis de un origen caliente para la vida terrestre se encuentra rodeada de escepticismo creciente: en primer lugar, los análisis evolutivos de Nicolás Galtier y otros investigadores franceses han arrojado dudas sobre la antigüedad de la hipertermofilia y por otra parte, cada vez es más evidente que las condiciones extremas de calor y presión que prevalecen en las chimenas submarinas no favorecen la formación de compuestos orgánicos, sino más bien su destrucción.

Es fácil comprender la confusión que debe despertar entre quienes se asoman a las discusiones sobre el origen de la vida el sinnúmero de teorías antagónicas en juego. Sin embargo, una lectura cuidadosa demuestra que muchas de estas ideas no son sino variantes de la teoría de la sopa primordial. En realidad, el principal rival de la teoría heterótrofa del origen de la vida no proviene ni de las chimenas submarinas ni de los compuestos orgánicos extraterrestres, sino de la propuesta que hizo en 1988 Gunther Wáchtersháuser, un químico y abogado alemán que se ha convertido en uno de los detractores principales de esta hipótesis. Según Wáchstersháuser, el caldo primitivo nunca existió, sino que los primeros organismos eran redes de reacciones metabólicas autótrofas carentes de material genético, que formaban capas mono-moleculares sobre la superficie de la pirita (FeS2).

Gracias a la colaboración inicial de Karl Stetter y su grupo, Wáchtersháuser ha podido demostrar que, en efecto, una mezcla pulverizada de pirita y sulfuro de níquel puede catalizar algunas reacciones de reducción, como la formación de ácido glutámico, la síntesis de ácido acético activado y, si hay aminoácidos libres, de pequeños péptidos. Wáchtersháuser y sus colaboradores aún no han logrado ni la reducción del dióxido de carbono ni la síntesis de compuestos más complejos (como aminoácidos o bases nitrogenadas), pero los resultados ya conseguidos son muy atractivos. Sin embargo, están lejos aún de constituir, por sí solos, una demostración tajante del origen autótrofo de la vida. Y, por otra parte, no existe nada que indique que la vida pueda haber nacido de meras redes metabólicas en ausencia de material genético.

A pesar de los años, la base de la teoría de Oparín sigue vigente
¿Debemos desechar las ideas de Oparin? Me parece que la respuesta debe ser negativa. Como lo ha resumido recientemente Iris Fry en su libro The emergence of life on Earth, la teoría de Oparin sobre la aparición de los primeros seres vivos no es una mera acumulación mecánica de datos, sino una propuesta evolutiva dotada de una estructura lógica, cuyo contenido filosófico y metodológico catalizó el desarrollo de un programa de investigación que transformó la cuestión del origen de la vida de una mera especulación ociosa a un problema científico. Empero, el desarrollo espectacular experimentado por numerosas disciplinas científicas, sobre todo en el campo de las ciencias biológicas, indica que muchas de las premisas iniciales de Oparin deben ser revisadas, lo que nos obliga a actualizar sus puntos de vista, incluyendo, por supuesto, el reconocimiento del papel central que el material genético debe haber jugado desde un principio.
Heredero de una visión tradicional del darwinismo, Oparin estaba convencido de que el origen de la vida había sido un proceso lento que necesitó miles de millones de años para tener lugar, Ahora sabemos que no fue así. La evidencia fósil, tanto morfológica como química, ha demostrado que la vida apareció poco tiempo después de la consolidación de la corteza terrestre y la formación de la hidrosfera. Aceptar un origen rápido de la vida, sin embargo, no afecta a la estructura central de la teoría de Oparin, como tampoco reconocer que debemos redefinir el concepto de heterotrofía primordial para sustituir la idea de una fermentación primigenia de azúcares por la de mecanismos de incorporación directa de compuestos orgánicos prebióticos. Personalmente creo que hay que ser ecléctico: aunque algunos prefieren apostar por una sola fuente de compuestos orgánicos, es posible que la sopa primitiva se haya formado no sólo gracias a procesos endógenos -aquí pudo haber contribuido la acción catalítica de sulfuros metálicos como la pirita-, sino también que haya sido condimentada con el material que llegó de fuera a bordo de cometas y meteoritos. Más aún, dada la inestabilidad térmica de la mayoría de las moléculas orgánicas, un gazpacho prebiótico se antoja como un modelo mucho más adecuado para la acumulación de la materia prima de los primeros seres vivos.

El nacimiento de la vida sigue siendo uno de los grandes interrogantes de la ciencia; de ahí la fascinación que ejerce sobre nosotros. Los biólogos regresamos una y otra vez al problema de los orígenes y, al hacerlo, definimos de forma cada vez más precisa las cuestiones fundamentales. Es un logro importante: la investigación científica requiere no sólo respuestas precisas, sino también preguntas correctas. Tal vez conviene recordar los versos de Goethe que Oparin eligió como epígrafe de su primer libro: "Gris, querido amigo, es toda teoría, y sólo el árbol de la vida es verde". O

Antonio Lazcano Araujo dirige la cátedra de Origen de la Vida en la Facultad de Ciencias de la UNAM (México). Es vicepresidente de la International Society for the Study of the Origins of Life y asesor de la NASA. Entre otros libros ha escrito El origen de la vida/ La bacteria prodigiosa y La chispa de la vida.

Experimento clásico
Stanley Miller (arriba) realizó en 1953 un famoso experimento en el que trataba de reproducir las condiciones de la Tierra primitiva. El esquema de la izquierda muestra el circuito: primero se calentaba un "océano " de agua estéril y el vapor resultante pasaba a una "atmósfera " compuesta por hidrógeno, metano y amoniaco. Mediante unos electrodos que emitían descargas eléctricas, se "imitaban" rayos de tormenta y radiación ultravioleta. Unos días después, casi la mitad del carbono presente en la atmósfera simulada se había convertido en aminoácidos y otras moléculas orgánicas fundamentales para la vida. El ensayo, reproducido por otros investigadores, fue la primera prueba que apoyaba la hipótesis de Oparin.

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