Historia de la Tuberculosis


Hace frío en París en aquellas primeras semanas de la primavera de 1764. Llueve en Versalles, y un halo triste envuelve el inmenso palacio. Jeanne-Antoinette Poisson, que va a entrar en la historia como Madame de Pompadour, agoniza en su apartamento. Tiene cuarenta y dos años, y la tuberculosis ha agotado su vitabilidad y su belleza.

Tal vez, en los momentos de lucidez que aún conserva en sus horas finales, Jeanne-Antoinette recuerde sus orígenes... A su padre, Francois Poisson, desterrado por turbios asuntos económicos cuando ella apenas contaba cuatro años; y a su madre, Louisse-Magdeleine de la Motte, que sin muchos prejuicios acepta pronto la "protección" del aristócrata Le Normant de Tournehem, acaso para medrar en sociedad y dar una educación exquisita a su hija, a la que, como si fuera una premonición, ya llama "Reinette".

Es probable que tenga también un recuerdo fugaz para Charles Quillaume, el sobrino del protector de su madre, con quien se casaría a los veinte años. Un matrimonio en el que tiene a su hija Alejandrina, y que, además, le permite acceder al mundo de la aristocracia con un nombre tan sonoro como el de Jeanne-Antoinette Le Norman D'Étioles.

Pero, en su debilidad, aún vibra cuando le viene a la mente el día del encuentro con Luis XV. Un encuentro sin duda provocado, en el que, vestida de rosa y conduciendo una calesa, irrumpe en la cacería real. De ningún modo puede pasar desapercibida para ese rey absoluto, misántropo y abúlico, al que sólo la caza y las mujeres parecen sacar de su hastío. Un rey casado con María Leszczynska, ocho años mayor que él, y que, después de dar a luz a su décimo hijo, se niega a mantener nuevas "relaciones" con él.

Jeanne-Antoinette se instala como "secretaria privada del rey" en el palacio de Versalles, y muy pronto es aceptada por la reina y nombrada marquesa de Pompadour. Poco antes su matrimonio se ha disuelto sin ruido ni aparente dolor.

Durante casi veinte años, Madame de Pompadour es amante, consejera y alentadora real. Tal vez no sean solo la ambición y el poder los motivos que la animan; es muy probable que también sea el amor.

Su inteligencia, imaginación y hermosura la hacen tan insustituible para el rey como odiosa para sus rivales de uno y otro sexo. Dotada de un talento notable para el grabado, la música y, en general, las bellas artes, apoya a escritores, pintores y escultores. Incluso Voltaire, otro tuberculoso ilustre, goza de su ayuda y amistad.

No le es difícil a Jeanne-Antoinette convencer a Luis XV para que nombre director de las construcciones reales a su hermano, director con el que colabora y al que, sin duda, también inspira. Así, el palacio del Petit Trianon en Versalles, el no menos bellos
Chateau de Bellevue y la fábrica de porcelanas de Sévres son obras de aquella época.

Pero la enfermedad, que se manifestó con fiebre, cansancio y pequeñas hemoptisis, progresa, y la marquesa de Pompadour se agota. Su autoestima la hace retirarse a tiempo. Tiene la fortuna de un corto declive...

Enfermedad inmemorial
La tuberculosis es el prototipo de enfermedad infecto-contagiosa crónica. Con mucha probabilidad, acompaña al hombre desde sus orígenes, ya que algunas lesiones halladas en restos humanos del Neolítico sugieren fuertemente un origen tuberculoso. Asimismo, en textos del antiguo Egipto fechados hace casi cinco mil años se describe un trastorno que muy bien podría tratarse de la tuberculosis, y en al menos media docena de momias se han hallado lesiones vertebrales y cavernas pulmonares que apuntan a esa causa. Además, también en China y en la India hay referencias escritas a esta enfermedad desde hace unos cuatro mil años. En la Grecia clásica, Herodoto escribe en el siglo V a. C. que uno de los generales persas no puede acudir a la guerra contra Grecia porque «su enfermedad degeneró en tisis», y en los textos hipocráticos se considera a la tisis como una enfermedad mortal.

Cuando, en pleno Renacimiento, Vesalio introduce la autopsia en la práctica médica, se inicia el conocimiento anatómico de las lesiones de la tuberculosis. Y cuando Silvio, en el siglo XVII, asocia los síntomas de la persona 1 tuberculosa con los hallazgos en el cadáver, el avance cualitativo es enorme. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, el Romanticismo pretende hacer de la tuberculosis «algo propio de los poseedores de una ética sublime».

Pero tal pretensión se derrumba cuando en la segunda mitad del siglo XIX hay constancia de que esta enfermedad es también una estrecha compañera de la miseria. Así, entre 1875 y 1900 la mortalidad por tuberculosis en los insalubres arrabales de París es diez veces mayor que en los Campos Elíseos.

Pero en esa misma época Robert Koch realiza unos trabajos trascendentales. No sólo logra aislar y caracterizar el bacilo causante, sino que también consigue cultivarlo a partir de tejidos enfermos y reproducir la enfermedad en la cobaya.

Hacia la curación
Sin embargo, aún será necesario esperar más de sesenta años para disponer de fármacos eficaces en el tratamiento de la tuberculosis. Así, en 1944, S.A. Waksman obtiene la estreptomicina, el primer antibiótico que impide el desarrollo del bacilo; y entre 1945 y 1966 se descubren sucesivamente el ácido para amino salicílico, la Isoniacida, la Pirazinamida, el Etambutol y la Rifampicina, sustancias que, asociadas entre sí, permiten la curación del paciente tuberculoso... y un transitorio optimismo.

Y es que todavía hoy, y a pesar de tal arsenal terapéutico, la tuberculosis causa en el mundo por lo menos un millón de muertes al año. Por otro lado, los problemas de su diagnóstico precoz, su prevención, la consecución de nuevas vacunas que sean más seguras, la alta incidencia en pacientes con sida, y la reciente constatación de la existencia de cepas de bacilos que son resistentes a los fármacos de que disponemos, han planteado nuevos retos a la hora de hacer frente a esta vieja y terrible enfermedad.

Hace frío en Versalles... El cortejo fúnebre va a partir hacia París. El rey contempla los preparativos desde un ventanal. La lluvia azota su rostro. Y en el momento en que los coches de caballos se pierden en la lejanía, dos lágrimas caen de sus ojos. Cuenta la leyenda que en ese instante el rey musita: «Este es el único honor que he podido rendirle».

• Referencia: S. Prieto.

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